Tantos mundos creados, tanta ilusión y realidad. Ray Bradbury abandonó la Tierra ayer por la noche y el calor del cohete adelantó unas semanas el verano del adiós. Los rumores sobre la muerte de personalidades en internet están a la orden del día, y el poeta de la ciencia ficción no fue excepción a la regla.
Porque Bradbury no ha muerto, simplemente ha cambiado de planeta. Bien lo saben quienes hayan montado en el carrusel del señor Dark o bebido el vino de diente de león. Un genio como él no fallecería sin una buena razón. No nos haría eso a sus lectores, eternamente en deuda.
No se halla en nuestro sistema solar, así que no se molesten en buscarle. La miríada de planetas que podrían servir de hogar para el venerable hombre ilustrado tienen nombres idénticos a los nuestros, pero son muy diferentes.
Quizá haya aterrizado, por ejemplo, en Marte: paraíso de cielos azules, ciudades de cristal, gasolineras y puestos de perritos calientes. Si ese fue su destino, esperamos que haya aterrizado en la cara buena; los marcianos le recibirán con su mejor máscara de hospitalidad.
Quizá el escritor se encuentre tomando un café bien caliente en alguna de las cúpulas de descanso en un planeta que destiñe, o buscando a Jesús en un mundo lleno de alienígenas convertidos. Quién sabe si no nos cruzaremos con él por la calle, vestido con un maravilloso traje de color crema.
El hombre ilustrado ya no escribirá más. Al menos, no en esta galaxia. Gracias, Ray, por haber caminado entre los terrícolas; por dejarnos palabras que sabían a verano, como estas:
El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo, convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia, fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte olvidado, necesitara renovarse.
Sería aquel un verano de insospechables maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de los dedos. Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino. Y al mirar el día invernal a través de la botella… la nieve se fundiría en pastos, en los árboles vivirían otra vez pájaros, hojas, y capullos, como un continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul.
Ten el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto, un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los labios y empinando el estío.