Siempre he tenido predilección por las novelas en las que hace mucho frío. Disfrutar de una tormenta de nieve desde la comodidad del catre o del sillón orejero es uno de los grandes placeres que nos puede ofrecer la palabra escrita. La saga Canción de hielo y fuego es un refrigerador literario que te mantiene fresquito incluso en el peor de los veranos.
Otro de los grandes placeres que, hasta ahora, proporcionaba esta saga, era una suerte de clarividencia sádica que los lectores utilizábamos contra los espectadores de Juego de Tronos. Saber qué personajes mueren, en qué momento y de qué forma le convertía a uno en una suerte de oráculo malvado que se regodea mientras contempla cómo familiares y amigos invierten emoción en personajes que la van a palmar.
¡Ay mísero de mí, ay infelice! Ahora la serie de televisión se adelanta a las novelas. Un año llevan ya los salvajes al asedio, arrojándome spoilers por encima de la muralla. He resistido hasta ahora, pero ya no puedo más. Mi reina ha decidido cambiar capa literaria por televisiva y esa fue la gota que colmó el vaso. El hambre se puede aguantar, pero lo del celibato catódico ya es demasiado.
A medida que la televisión cobra fuerza a la hora de crear tramas complejas y muchos autores crean guiones en lugar de obras literarias, nuestra sociedad evoluciona a una suerte de narrativa similar a lo que algunos expertos denominan transmedia: creación a través de canales múltiples que conforman un gran ecosistema de ficción. Desde los tiempos de la radio hemos aprendido que una forma de expresión cultural no extingue a la otra; ambas se especializan.
Así que, ante el trasvase de lo escrito a lo televisado tengo dos opciones: seguir atrincherado y perderme la diversión o tirarme al fango y desertar antes de que me lleven al cepo. He decidido optar por lo segundo, ya que en esta vida es importante defender la literatura sin convertirse en un extremista cultural; ya volveré a los libros cuando el hombrecillo malvado que tienen por autor decida publicar el siguiente volumen de una maldita vez.
Me voy de excursión con los salvajes; las llaves del castillo quedan debajo de la maceta.