Mala Ciencia es lectura justa y necesaria. A través de páginas cargadas de humor, pequeños experimentos y divulgación científica de primera calidad, el doctor Ben Goldacre nos revela todas las miserias del lenguaje pseudocientífico, las estafas que pueden poner en peligro nuestra salud, los engaños de la industria farmacéutica y las múltiples trampas que aguardan impacientes en el angosto sendero que conduce al periodista hacia una información científica.
Por lo que llevo sumergido en la flema del inglés irreductible, no abunda en su discurso esa militancia de caricatura que se le cuelga a los escépticos como el moderno sambenito. Más bien carga sin piedad contra los falsos galenos; esos que entierran el clásico jarabe curalotodo del salvaje oeste bajo toneladas de jerga científica o pretenden vendernos la pulsera que nos hará brincar como Luke Skywalker gracias al Holograma de Fierabrás. No acepte imitaciones.
Disfrazar ritual como investigación, credo como verdad tangible y magia como ciencia es una blasfemia que desataría la furia del mismísimo Monstruo de Espagueti Volador. Cada vez que intentamos aunar razón y fe se mueren un gatito y un tertuliano de Intereconomía. Se debe esta reacción a que la fe se aloja en nuestro yo emocional, mientras que la ciencia pertenece al reino de la razón. Creer implica un sentimiento profundo; demostrar y comprobar necesitan de un sesudo análisis.
Como en el mundo de la química, la bronca sobre lo trascendental cuenta con sustancias que pueden servir de acelerante: miedo e intolerancia. Muéstreme a un creyente y yo le daré a cien ateos recalcitrantes que harán chanza del sentimiento. Asome la pata de un racionalista por debajo de la puerta y una horda de fundamentalistas religiosos intentarán comérsela. Por supuesto, el mundo está colmado de seres humanos que no responden a ninguna de las caricaturas; humanos que no se ofenden por ver a otros rezar, observar, medir o cuantificar.
A veces el caso es más complejo. A veces, resulta que tenemos doble nacionalidad y aceptamos la tensión entre nuestra razón y nuestra fe como ese acúfeno que nos acompaña a todas partes. Esperamos trascender, hundir las manos en el manantial que refresca nuestros sueños y encontrar al ciervo blanco que aguarda en el bosque; pero también mostramos asombro, curiosidad y capacidad de análisis ante el mundo sensible.
La tensión del creyente supone, a veces, una ligera molestia para el portador. Pero es una enfermedad mortal de necesidad para el intolerante, incapaz de aceptar espíritu o evidencia. Por ello, sea usted devoto, converso o eminente ilustrado, haga un esfuerzo y entienda a su contrario. Si tiene usted dos pasaportes, acepte la tensión del creyente. Pero jamás recorra el camino asfaltado en oro que conduce a la intolerancia. Sólo un Sith es tan extremista.