Cuando se confirmó que los restos óseos hallados en la ya famosa e infame finca de las Quemadillas pertenecían a seres humanos, no tardaron en aparecer toda clase de sugerencias y peticiones de castigo para el supuesto autor de tan atroz fechoría. De probarse los hechos, estaríamos ante un monstruo que poco tiene que envidiar al resto de seres humanos fallidos que ha alumbrado la historia.
Las exigencias por parte del pueblo hacia el supuesto criminal se dividen en dos clases: cadena perpetua y pena de muerte. Es bien sabido que la segunda opción apenas tiene cabida en las democracias Europeas; sin embargo, muchas son las voces que claman por una cadena perpetua revisable cada vez que una tragedia de esta magnitud golpea a la sociedad.
Actualmente, el castigo aceptado en las democracias avanzadas para los crímenes de sangre es la privación de libertad. Otras medidas como la tortura o similares violaciones de los derechos humanos no están, oficialmente, permitidas. Desde el punto de vista de la sociedad, la reclusión tiene tres objetivos:
- Aislar al sujeto de sus víctimas potenciales.
- Castigar al sujeto por el crimen cometido.
- Hacer pasar al sujeto por un proceso que culmine en su reinserción.
El tercero requiere, sin embargo, una serie de protocolos para asegurar que no se deja en libertad a un sujeto no rehabilitado y que, por tanto, podría volver a delinquir. Desgraciadamente, nuestro sistema es de todo menos perfecto, y son más de uno y de dos los casos de crímenes cometidos por asesinos que se encontraban en libertad condicional.
Esta clase de fallos, unidos a la sensación de inseguridad provocada por la escasa credibilidad de sentencias como la del caso Marta del Castillo, sitúan el debate sobre la implantación de nuevas penas o la instauración de la cadena perpetua en el peor momento posible: cuando se ha cometido una terrible desviación y la sociedad clama represalias contra el malhechor.
Una familia golpeada por la injusticia jamás pondrá el debate sobre las penas de cárcel en perspectiva, es completamente lógico y razonable. Sin embargo, un Gobierno elegido en democracia sí debe legislar con calma y perspectiva. Estos días advertirán en nuestros representantes políticos unas declaraciones más bien templadas sobre el caso de José Bretón. Tal vez haya promesas de reforma en el Código Penal, pero desde luego estas no se producirán en la actual coyuntura.
Como demócratas, tenemos ciertos límites a la hora de calcular la proporcionalidad de un castigo, sea quién sea el monstruo al que se le aplique. Esto se debe a que la función del Estado no es vengarse del agresor, sino proteger y preservar la vida del agredido, evitando además futuras tragedias. Tortura, asesinato y violencia son dispensas del mal, que el bien no se puede permitir. No obstante, si creen que el encarcelamiento no supone un castigo suficiente, permítanme que les cuente una pequeña historia.
De cuando se cerró la puerta
Una vez, me privaron de mi libertad 20 segundos. Fueron 20 segundos horribles, que no le desearía ni a mi peor enemigo. Segundos en los que, acostumbrado a tomar oxígeno, me percaté de la desesperación que puede conllevar su ausencia.
A primera hora de la mañana, dos periodistas de La Voz de Asturias realizamos una visita a la Penitenciaría de Villabona con objeto de impartir un taller sobre periodismo a las internas del Módulo 10 de Mujeres. Mi compañera, Pilar Campo, tenía ya muchos años de experiencia cubriendo juicios y periodismo de sucesos. En cuanto a mí, era la primera vez que pisaba una cárcel.
El vecino de Villabona es el silencio. Un silencio que no es la ausencia de ruido, sino algo un poco más solemne y sutil. Es como entrar en un hospital o una iglesia; es un lugar donde sabes que deberías quitarte el sombrero, si lo tuvieras. Tras superar la recepción, donde depositamos algunos efectos personales y nuestros móviles, avanzamos por un patio descubierto y nos internamos en una serie de capas en la cebolla del sistema penitenciario español. Durante algunos minutos, se abren puertas ante ti y se cierran a tu espalda.
Conforme te acercas al Módulo 10, el atuendo y attrezzo típico de un correccional se va difuminando. Los colores se vuelven más suaves, los funcionarios parecen funcionarios en vez de guardas y vas notando la atmósfera de un centro educativo, un recreo. Te abren la última puerta y entras de lleno en un patio interior con mesas y, sobre todo, personas.
Personas que hablan por teléfono, que escriben en un pupitre. Personas que van a por un café, que les es servido por otras personas. Personas voluntarias que, de un lado a otro, saludan al resto de personas y les ayudan con las actividades que tienen que desarrollar. Mientras llega la hora de impartir nuestro taller, nos conducen escaleras arriba para que visitemos una de las celdas.
La estancia es pequeña, muy pequeña. Acondicionada para dos personas, no debe resultar sencillo convivir con tan pocos límites. Una cortina que separa el aseo de las literas es la única sensación de compartimentación en el pequeño espacio. Milagrosamente, también hay una mesa y una silla. Es entonces cuando, al darme la vuelta, nos dicen que van a cerrar unos segundos para que comprobemos el efecto que produce la reclusión. La puerta hace un ruido horrible cuando se desplaza el cerrojo, y es entonces cuando lo entiendo.
No es una sensación fácil de explicar. Es más que un ahogo y mucho peor que la claustrofobia. De repente, el patio de colegio ha desaparecido y estás en la cárcel. Aún consciente de que es un simulacro, sientes que tu ansia de libertad grita a pleno pulmón, desesperada, mientras cae sobre tu alma algo espeso, muy pesado. Veinte segundos después (tal vez fueran menos) la puerta se abre. Haces el clásico comentario: "qué impresión, qué duro". Pero son nimiedades para quitarle hierro, porque durante unos segundos descubriste lo que era estar encerrado.
Antes de pontificar sobre la medida del castigo o clamar por el correr de la sangre bajo la ley del talión, sería conveniente que todos y cada uno de nosotros visitásemos la penitenciaría más cercana para ver como se cierra, ante nuestros ojos, la puerta de la libertad. Quizá descubramos que la pena capital no es nada para un asesino, comparada con 30 años de inmersión en la espesura de su propia sombra.
*No me gustaría cerrar este texto sin recordar al excelente personal que se encarga de la orientación y educación en el Módulo 10, así como a las propias internas, que tan generosamente nos abrieron la puerta a sus historias y experiencias personales.