Las siestas del Tour de Francia eran las mejores. Mientras mi madre y hermano seguían la evolución de las jornadas con fervor religioso, yo me entregaba a los brazos de morfeo en unos sueños tan profundos como el espacio. La mente es maravillosa: me duermo con los ciclistas y me emociono con un campeonato de curling.
El dopaje es, sin embargo, un tema que me interesa. Por desgracia para sus profesionales y aficionados, el ciclismo ha tenido trágicos capítulos en ese cuento perverso que intenta fabricar mitos y producir a dioses en serie. Da igual que hablemos de literatura, cine, deportes o incluso pornografía: la raíz está en esa necesidad tan humana de ver cómo el cuerpo sobrepasa cualquier límite y, en el caso del ciclismo, ha sido una plaga.
A Bryan Foguel le gustaba el ciclismo. Bryan Foguel quería saber lo que se siente ganando a toda costa y filmó Ícaro, un documental que se puede ver en Netflix. Al principio, la historia era simple: conseguir doparse, sin ser detectado, para obtener una buena posición en la Haute Route, una de las competiciones para aficionados más duras del mundo. Para ello, Foguel se pondrá en contacto con el doctor Grigory Rodchenkov, personaje de lo más heterodoxo y casi cómico que guiará a Foguel por el calendario de dopaje y le asistirá para superar los controles.
Durante los primeros 40 minutos, el documental no parece más que una versión casera del periodismo Gonzo más clásico: asistimos a los esfuerzos de Foguel por convertirse en superhombre. Pero entonces surge el escándalo: Comienzan las sospechas de que el Gobierno ruso tiene en marcha un programa de dopaje para dar ventaja a sus atletas. El doctor Rodchenkov está implicado y sabe que solo hay una salida para conservar el pellejo: escapar.
Es entonces cuando Rodchenkov abre su libro favorito: 1984 de George Orwell y Foguel le chuta los esteroides al documental. Espionaje, asesinato, Guerra Fría, corrupción, deporte, lazos de amistad. Es como si un vídeo casero se transformase de golpe en una superproducción de Hollywood; la transición es tan violenta, el mensaje es tan devastador y la fusión con el texto de Orwell es tan virtuosa que al final tendremos la sensación de que al deporte olímpico le han tirado una bomba. Ante nosotros, el páramo.
Toda utopía lleva en su corazón la distopía en la que se puede convertir. Queremos que nuestros ídolos vayan más lejos, peguen más fuerte, vuelen más alto. Queremos verles sufrir y superarlo. Tal vez una de las mejores maneras de luchar contra el dopaje sea un buen examen de conciencia. Es posible que mirarnos al espejo lleve al antídoto que necesitamos. En el pasado bromeaba con la gran diferencia entre el deporte moderno de masas y el circo romano: nuestros gladiadores no mueren, ni son esclavos. Ahora me pregunto: ¿Y si la gran diferencia consistiera en que mueren un poquito más despacio? Si la situación empeora y seguimos pidiendo sangre para saciar nuestro televisor, ¿hasta cuándo podremos distinguir entre el deportista y el esclavo?