Scrinia Viatoria

Blade Runner: 30 años de lluvia en el corazón

Hoy se cumplen 30 años desde el nacimiento de Blade Runner, película que tengo en el primer puesto de toda la ciencia ficción que jamás se haya filmado. Por eso comentarla o intentar hacer un mínimo esfuerzo crítico es tarea imposible: no se puede hacer subrayados a lo perfecto. Una vez, no obstante, me empeñé en la absurda tarea de concentrar, en unas pocas líneas, todo lo que significa para mí esta obra. El resultado fue publicado el 12 de noviembre de 2010 en La Voz de Asturias y lo reproduzco a continuación.

Una mala película

El miércoles volví a encontrarme con el fuego y el iris. Y no estoy seguro de si estaban esquivándome o era yo quien les daba esquinazo. Sea como fuere, allí estaban, impregnando el escenario de los Premios de la Sociedad de la Información con toda su simbología. Una vez más, el fuego y el iris encontraron mis recuerdos, que se proyectaron en mi conciencia como un carrusel cronológico.

A veces, los adultos no recuerdan cómo es sentirse niño; nuestra memoria es más bien pobre. Como infante, las cosas impactan en tu mente de forma violenta y, a la vez, sutil. Son destellos, que una vez registrados, permanecen contigo durante mucho tiempo. Los más importantes, toda una vida. Fuego e iris eran de esos destellos, pero nunca me molesté demasiado en buscarlos.

Un buen día, se deslizó en mis manos una vieja cinta de video. Más allá de la medianoche volví a encontrarme con la imagen. Sin apenas saber o entender lo que estaba mirando, volví al lluvioso noviembre de Los Ángeles, en el año 2019. No recuerdo con exactitud lo que sentí en el primer visionado consciente de aquella película; pero sí recuerdo cómo me sentí la segunda vez, a mis alterados y alterables 15 años.

Fue entonces cuando me di cuenta de la verdad: Blade Runner es una película malísima. El objetivo de toda distopía es advertirnos, a través de un futuro tenebroso y retorcido, del destino que sufrirá la humanidad si persistimos en lo que sea que estemos haciendo.

Tal parece el caso de la mejor obra que Ridley Scott jamás haya filmado: un futuro donde la humanidad se asfixia entre la indiferencia y la contaminación. Donde la máquina más virtuosa jamás creada se persigue hasta la muerte, y el héroe de la historia no le llega ni a la punta del zapato a los androides Rachel o Roy Batty. Y si no está usted a gusto, consiga un pase y viaje más allá de este planeta infectado; ¡una nueva vida le espera en las colonias del espacio!

28 años han pasado desde que se estrenó Blade Runner en los cines. Scott ha intentado mejorarla, retocarla, empobrecerla. Pero es uno de aquellos filmes que serán leyenda aunque la Tyrell Corporation queme todas las copias.

Por eso el texto de hoy no es el comentario de una película, sino la manifestación suprema de mi frustración; por no ser lo bastante bueno como para escribir una nota digna al pie de una obra referente, porque me faltan líneas para explicar cómo es posible que 117 minutos de metraje tengan un impacto de décadas en la creación colectiva; y cómo un discurso final, de no más de dos minutos, contiene tratados enteros de filosofía.

Por eso Blade Runner es una mala película. Una película que te hace desear que, un día, el ser humano cree a los Nexus-6, únicamente para poder mantener una charla con ellos. Porque "siempre quisimos volver allí", como decía un blog del que lamento ahora no recordar el nombre, para darle el reconocimiento que merece.

Quizá es la melancolía, ese limbo entre la tristeza y el hastío que nos permite dar un paso más en el mundo sin pecar de ingenuos; quizá porque todos nos hemos sentido alguna vez como Deckard, cuando inicia su aventura en un atestado suburbio, comiendo pescado frío y maldiciendo a la ex mujer por aplicarle motes con justicia.

Quizá porque, cuando los chuzos caen de punta en el invierno tóxico de Los Ángeles, se parece mucho a cuando llueve en el corazón de los hombres.